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La tragedia como drama

Richard Strauss sabe que su época le permite arrebatar una obra de su momento original y arrancarla de su base histórica. Por eso se niega a una representación arqueológica de los clásicos

Los actores Zoe Wanamaker y Andrew Howard en 'Electra', representada en el Festival de Teatro de Chichester.
Los actores Zoe Wanamaker y Andrew Howard en 'Electra', representada en el Festival de Teatro de Chichester.Robbie Jack (Corbis / Getty Images)

Richard Strauss, en el conjunto de ensayos publicados bajo el descriptivo título de Betrachtungen und Erinnerungen, afirma sin una sombra de duda que hay que poner en escena la muy clásica y griega Electra como si fuera de Mendelssohn. Strauss, un moderno, cree que los desplazamientos, lejos de destruir una obra, a menudo ponen de manifiesto sus anticipaciones. En el arte del pasado podemos limitarnos a una lectura histórica o seguir su tendencia a anunciar lo que vendrá después.

La indicación escénica de Strauss nos informa sobre algo que el artista buscaba, y anticipaba lo que hoy, después de Brecht, llamamos estética del distanciamiento. Electra, en la tragedia de Sófocles, vive sus pasiones y les asegura un lugar dominante. Su misión será vengar el asesinato de su padre con la muerte de su madre. Los tres grandes trágicos griegos volvieron a ese acontecimiento inevitable convertido en un mito de gran potencia ética y estética.

El drama griego muestra las pasiones magnificadas por su origen regio. Electra es noble, hija de reyes. Quien será asesinado es uno de los grandes de la mitología o de la historia, según se elija. Strauss realiza una traslación a un mundo donde ya no se imponen, sin luchas, esos principios. Justamente por eso lo fascinó escribir una obra moderna que muestra valores distintos, que podrían llamarse arcaicos.

La tragedia clásica necesita de héroes y víctimas de porte nobiliario. Hasta fines del siglo XVIII, eran nobles quienes sufrían, amaban y eran asesinados, porque solo la nobleza hacía que el crimen fuera interesante. A nadie podía importarle mucho que se asesinara a un campesino o se violara a su hija, que eran hechos del conocido día a día. Si a uno de estos héroes nobles no llegaban a matarlo, solo bastaba esperar que su propio puñal estuviera envenenado y cumpliera con el destino fatal dándole muerte.

En la tragedia que llega hasta Shakespeare, matar al padre o a la madre podía convertirse en deber filial, no en crimen moralmente condenable. Hamlet vacila, es cierto, antes de cumplir su misión, pero la cumple

En la tragedia que llega hasta Shakespeare, matar al padre o a la madre podía convertirse en deber filial, no en crimen moralmente condenable. Hamlet vacila, es cierto, antes de cumplir su misión, pero la cumple. Y esa vacilación de Hamlet es el signo anticipado de una nueva ética pasional que marcará el siglo XVIII. Por eso, la frase citada en el comienzo es una verdadera revolución estética. Desde el amanecer de la modernidad, los hechos de un drama teatral o de un texto de ficción pueden ser contados sin respetar siempre los imperativos de decoro social y religioso que se exigían en los siglos anteriores. Está llegando a su fin la ética del clasicismo, que indica quién deberá morir y quién podrá salvarse, a pesar de ser el pecador o el asesino. La nueva sociedad burguesa llega con nuevas normas que le dan a las novelas una buena cantidad de suicidios, como sucede con el de Madame Bovary y las decenas de obras que se le parecen sin alcanzar su perfección literaria.

Este cambio es impulsado, entre otros motivos, por la nueva forma familiar que comienza a imponerse. Asesinar al padre o a la madre ya no es cumplir con un deber, sino sucumbir a un crimen muy grave que, década a década, se vuelve imperdonable. Hamlet hubiera transgredido la costumbre y la ética si no hubiera matado al marido de su madre. Un siglo después, la venganza no sería recibida sino con los honores destinados a una gravísima transgresión. Y, por supuesto, solo si está bien escrita.

Por esta razón, Richard Strauss propone la puesta en escena de la gran tragedia griega como si fuera la obra de Mendelssohn, un romántico temprano. Strauss sabe que su época le permite arrebatar una obra de su momento original y arrancarla de su piso histórico, para modularla en el tono y la sentimentalidad de su propia época. Se niega a una representación arqueológica de la tragedia.

Este gesto atrevido, por otra parte, le reconoce a la tragedia su universalidad a través del tiempo. Un siglo antes, Victor Hugo abría camino escribiendo el Cid español como drama francés, del que recordaré siempre, porque estuvo entre las primeras cosas que me enseñaron, la forma dura e intrépida que el Cid usa para dirigirse al poderoso noble de quien depende su destino: À moi, Comte, deux mots, le dice, sin más floripondios. Conde, escuche mis palabras, porque usted no me hace un favor, sino que responde a un deber. La etiqueta social de la nobleza es fuerte y, entre ellos, se admite la igualdad, pese a diferencias de edad o jerarquía, porque se trata siempre de una jerarquía entre iguales por sangre y por familia. De chica solía repetir esa frase de la tragedia francesa cuando me parecía que mis tías o mis padres no me prestaban atención. Corneille estaba más próximo a mi sensibilidad. Y, por otra parte, siempre fui grandilocuente hasta el ridículo.

Los grandes personajes fueron capaces de atravesar los siglos y que su carácter, sus aventuras evocaran en los modernos la admiración por las normas de hierro respetadas por los clásicos o el desenfreno pasional de los románticos. Valen mucho el sufrimiento y la melancolía, ya que podría pensarse en una serie de televisión que pusiera en escena los sufrimientos de las heroínas de Racine que discurren sobre el amor y los deberes a lo largo de decenas de versos.

Por favor, que nadie tome esta mala idea, sino para imaginar cruces y paralelismos. No para hacer un carnaval de disfraces y peinados.

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