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Lecturas de un corresponsal de guerra en Ucrania

Para un periodista que cubre el conflicto, es fundamental entrevistar a gente de toda condición, observar, hacer vida social y aprender la lengua, pero también lo es leer

En la imagen, el periodista de EL PAÍS Cristian Segura, en Ucrania.
En la imagen, el periodista de EL PAÍS Cristian Segura, en Ucrania.Albert Garcia
Cristian Segura

En Kiev y en Moscú hay dos piscinas municipales que tienen muchas cosas en común. Para empezar, se llaman igual, Olimpiski, porque se ubican en espacios que sirvieron de sedes deportivas de los Juegos Olímpicos de 1980 —en el caso de la piscina de Kiev, solo se trata de la proximidad al estadio de fútbol—. Las piscinas se encuentran en los distritos más céntricos de ambas capitales. Las vigilantes de los vestuarios y del acceso al agua son mujeres de edad avanzada, de cuerpo robusto como el tronco de un nogal y que sonríen a cuentagotas. Otra cosa en común es que dos periodistas catalanes han nadado regularmente en ellas: en la de Moscú, el corresponsal de TV3 Manel Alías; en la de Kiev, quien escribe estas líneas.

Las particularidades de la piscina Olimpiski de Moscú las conozco por el libro de Alías Rusia, l’escenari més gran del món (“Rusia, el escenario más grande del mundo”, Ara Llibres), una de las lecturas que me han acompañado en Ucrania desde el 27 de febrero de 2022, el día que crucé la frontera para trabajar de lo que no había hecho nunca: de corresponsal de guerra, y en un lugar del mundo del que lo desconocía prácticamente todo.

Desde el primer momento he intentado introducirme en la sociedad ucrania para dejar de ser un paracaidista, conocerla, hacerla mía. Es fundamental entrevistar a gente de toda condición, observar, hacer vida social y aprender la lengua, pero también lo es leer. Y allí donde voy, siempre llevo un libro conmigo. En el apartamento que EL PAÍS alquila en Kiev tengo una estantería improvisada con una veintena de libros. Los voy renovando, la mayoría los devuelvo a Barcelona excepto por unos pocos que se quedan, sobre todo ensayos que en algún momento pueden servirme para mi trabajo. Muchas de estas obras son sobre la Rusia contemporánea y sobre su historia como imperio. Necesito entender qué pasa por la mente del ejército invasor, qué une al agresor y al agredido, porque son muchas las cosas que les han unido, como queda claro leyendo a Alías y nuestras piscinas paralelas.

El escritor ucraniano Andrei Kurkov en su casa en la región de Transcarpatia,en marzo de 2022 en Ucrania.
El escritor ucraniano Andrei Kurkov en su casa en la región de Transcarpatia,en marzo de 2022 en Ucrania.Jaime Villanueva

Pero los tiempos verbales deben ser en pasado porque, con la actual guerra y la anexión del territorio conquistado, Rusia ha perdido cualquier posibilidad de fraternidad con Ucrania. Este es un asunto de familia que acaba como el rosario de la aurora. Que es una ruptura familiar lo demuestran muchas cosas —no solo los lazos familiares rotos en millones de familias a uno y otro lado de la frontera—, también lo prueban los títulos de dos ensayos que guardo en la estantería de Kiev: Jamais Frères? (“¿Nunca hermanos?”, Éditions du Seuil), de la politóloga ruso-francesa Anna Colin Lebedev, y Ukraine and Russia, from civilzed divorce to uncivil war (“Ucrania y Rusia, de un divorcio civilizado a una guerra incivil”, Cambridge University Press), del profesor de la Universidad de California Riverside Paul D’Anieri.

El libro de Colin Lebedev está escrito desde el dolor de quien presencia cómo su familia se fractura de la forma más violenta: “El conocimiento y la comprensión del otro fue disminuyendo progresivamente, hasta que en 2014 se convierte en una incomprensión total. Dos pueblos que tenían tantas cosas en común y que durante 30 años han seguido caminos diferentes hasta convertirse en contrarios”. En 2014 se produjo la revolución del Maidán que expulsó del poder al presidente ucranio prorruso Víktor Yanukóvich, provocando la intervención de Rusia en el Donbás y la anexión por las armas de Crimea, las provincias más afines al mundo ruso. Los 30 años son los que han pasado desde la independencia de Ucrania.

Si tuviera que escoger un solo ensayo para sumergirse en estas tres últimas décadas, este sería el de D’Anieri. Aparece todo lo necesario para captar por qué todo se fue al traste, sobre todo porque Rusia nunca aceptó que Ucrania quisiera segur su propio destino europeo. Así lo explica D’Anieri: “El final de la Guerra Fría puso en marcha dos fuerzas inevitablemente en tensión, la democratización de la Europa del Este y la insistencia de Rusia de mantener su estatus de gran potencia y el dominio sobre sus vecinos. Ucrania era el lugar donde la democracia y la independencia ponían más en cuestión el concepto que tiene Rusia de sus intereses nacionales”.

D’Anieri desarrolla en el libro otro concepto clave, y es que el nacionalismo ruso no ha digerido la independencia ucrania, pero no solo sus élites políticas, también la sociedad: “Mientras que muchos rusos celebraron el final del comunismo y el final de la Guerra Fría, no aceptaron la pérdida de Ucrania. Para muchos rusos, Ucrania es parte de Rusia y sin la cual, Rusia está incompleta”.

La literatura también muestra esta mala digestión del nacionalismo ruso. En 2022 apareció un breve libro de la traductora y escritora Marta Rebón que repasaba la relación literaria entre los dos países. En El complejo de Caín (Destino) —otro título con connotaciones de trauma familiar—se describe una escena premonitoria. Era 1992, pocos meses después de declararse independiente Ucrania. Una mesa redonda sobre poesía eslava en la Universidad Rutgers. Los ponentes eran el premio Nobel de Literatura ruso Joseph Brodsky (exiliado en Estados Unidos), el polaco Czeslaw Milosz y la ucrania Oksana Zabuzhko. Cuando esta fue presentada como poeta ucrania, Brodsky intervino, burlón: “¿Y esto de Ucrania dónde está?”. “¿No lo ve? Está donde siempre, entre Polonia y Rusia”, replicó Zabuzhko, que se sentaba entre el ruso y Milosz.

Brodsky incluso escribió un poema crítico contra la independencia de Ucrania en el que proclamaba que a los cosacos ucranios, el día que mueran, no les recitarán versos de Tarás Shevchenko, sino de Aleksandr Pushkin. Shevchenko es el poeta ucranio e icono nacional por excelencia, como lo es Pushkin para los rusos. La diferencia, juicios literarios al margen, es que de Pushkin hay traducciones a la mayoría de idiomas del planeta, mientras que de Shevchenko incluso en Kiev a duras penas puede encontrarse algo traducido al inglés.

La narrativa contemporánea en ucranio es una casi desconocida en España. Destacan traducidos al castellano Andrei Kurkov —pese a que hasta la invasión había escrito en ruso—, Yuri Andrujóvich —publicado por Acantilado— y Serhiy Zhadan. De este último llegó en 2022 su primera novela en castellano, Orfanato (Galaxia Gutenberg). Es una lectura impactante para cualquier persona que visite el frente de guerra porque en cada página identificará momentos vividos, escenas observadas y las miserias compartidas por los civiles y por los militares que allí habitan. Orfanato está llena de pequeños detalles que me resultan familiares: “Pasha se queda en el arcén destrozado por las orugas de los blindados y las ruedas de los camiones y se esfuerza por recordar dónde ha visto unos dedos como aquellos, acalambrados, exánimes, aferrados a la vida”.

Me he hecho la misma pregunta hablando con soldados apostados en la cuneta de una carretera hecha trizas, fumando como chimeneas porque el cigarrillo les aporta lucidez y elimina por unos minutos la ansiedad. Orfanato es un libro sobre la guerra en Donbás, como lo es Abejas grises (Alfaguara), de Kurkov. Es evidente que tanto él como Zhadan han visitado el frente y la zona gris, la tierra de nadie entre dos ejércitos, pero son novelas de otro tiempo, de cuando en Donbás había gente que se movía entre dos mundos, el ruso y el ucranio —la dicotomía se ha acabado— y cuando las Fuerzas Armadas Ucranias eran una desgracia mal preparada.

Entrevisté a Kurkov en 2022 y le pregunté por qué había tan poca ficción contemporánea en ucranio traducida a otros idiomas. Su respuesta fue demoledora: porque mayoritariamente se trata de literatura de combate, propaganda. No tengo suficiente dominio del ucranio para valorarlo, pero sí puedo constatar que es difícil encontrar obra en ucranio en lenguas que puedo leer —castellano, catalán, inglés, alemán y francés—. De Shevchenko, por ejemplo, solo he visto en Kiev un libro de poemas traducido al inglés, un breve libro infantil ilustrado.

En lo que concierne a la disponibilidad de ediciones en otras lenguas, el contraste es enorme si se compara con los autores ucranios que escribían en ruso antes de la independencia de Ucrania, de cuando el país se lo repartían Polonia y el imperio ruso —luego, el soviético—. Nikolái Gógol era ucranio, pero fue uno de los padres de la literatura moderna rusa. En Kiev, en catalán, tengo sus Veladas en un caserío de Dikanka, relatos que son un tratado de la vida rural y del folklore ucranio del siglo XIX. También he visitado en varias ocasiones Odesa con la obra completa de Isaak Bábel en la maleta (publicada en castellano por Páginas de Espuma). Es una de las ciudades más especiales que he tenido la suerte de conocer, ahora vacía de turistas. Es fácil mitificarla leyendo los Cuentos de Odesa de Bábel, su enorme diversidad de comunidades, el mundo portuario y sobre todo el crimen organizado judío, comandado por uno de los más grandes personajes de la literatura moderna en ruso, Benia Krik.

No podía quitarme de la cabeza los bajos fondos que aparecen en la obra de Bábel el día visité la sinagoga de Odesa y el rabino me atendía rodeado de hombres como un armenio, de su equipo de seguridad, que se hacía llamar John, que había sido taxista en Nueva York y combatiente en la guerra de Nagorno Karabaj contra los azerbaiyanos. John me confesó que le gustaría escribir sus memorias, pero que no era posible porque acabaría en un tribunal de crímenes de guerra.

Hacía semanas que con Albert García, fotógrafo, intentábamos obtener el permiso para seguir una patrulla militar nocturna. Se lo expliqué al rabino, mientras añadía, para ganármelo, que tengo dos sobrinos judíos y que mi apellido es probablemente chueta —los judíos convertidos por la fuerza al cristianismo en Mallorca durante la Inquisición—. Tomó el móvil, hizo una llamada y ya teníamos acordada nuestra patrulla nocturna.

En la imagen, Cristian Segura en Zhitomir, el 28 de marzo de 2022.
En la imagen, Cristian Segura en Zhitomir, el 28 de marzo de 2022.Albert Garcia

He visitado muchos municipios de Ucrania con un libro bajo el brazo: de Brodi era Joseph Roth; de Poltava, Gógol, y de Zhovka era la familia de Philippe Sands, el pueblo que sirve de columna para su monumental obra sobre el Holocausto Calle Este Oeste (Anagrama). Todos son autores que en ruso, alemán o inglés explican la historia de un país que había estado fragmentado en identidades y fronteras hasta hace 30 años.

También pasé por Berdíchev con uno de los libros más importantes que he leído para entender la condición humana en una guerra y el legado totalitario ruso, Vida y destino. Durante dos meses cargué la obra maestra de Vasili Grossman por media Ucrania (1.120 páginas en la edición de Galaxia Gutenberg), leyéndolo en la litera del tren, en pensiones a 20 kilómetros del frente y en Berdíchev, el pueblo natal de Grossman. A Berdíchev regresó Grossman como periodista siguiendo al Ejército rojo, liberando territorios ocupados por los nazis. Y fue en ese retorno cuando el escritor descubrió que su madre había sido fusilada y enterrada en una fosa común junto a otros miles de judíos.

Una guerra a gran escala como la de Ucrania también aparece reflejada en Vida y destino, desde la vida de las tropas a la táctica militar —o la ausencia de esta—. También aparece un sistema jerárquico militar soviético que continúa en parte vigente en el invasor ruso y en el que el valor de la vida de los soldados es mínimo. Sobre esto, no hay mejor lectura que Los muchachos de zinc (Debolsillo), de Svetlana Aleksiévich, un viaje a las miserias de la invasión soviética de Afganistán (1979-1989). Para entrevistar a veteranos ucranios de Afganistán leí este trabajo periodístico ante el cual, cualquier intento de relatar la guerra es fácil que acabe en fracaso. “De lejos se oyen las descargas de los lanzacohetes Grad. Resulta espantoso, incluso desde la distancia”, escribía Aleksiévich en su diario. Tres décadas después, en Járkov vi volar por encima de mí los mismos cohetes Grad soviéticos.

Reflexionaba Aleksiévich que tras de las dos guerras mundiales, el periodismo tenía que recuperar la dignidad del individuo en la guerra: “El hombre no debe verse desde la perspectiva del Estado, sino desde la perspectiva de quién es para su madre, su mujer. Para su hijo”.

Grossman subraya su identidad ucrania y escribió extensamente detalles sobre la represión soviética en su república de origen, como es el caso de Aleksiévich y su Bielorrusia. Ambos comparten el dolor por un mundo autoritario, el ruso, del que Ucrania quiere librarse.

“Por enormes que sean los rascacielos y potentes los cañones, por ilimitado que sea el poder del Estado e imponentes los imperios, todo eso no es más que humo y niebla que desaparecerá”, escribió Grossman en Todo fluye (Galaxia Gutenberg): “Lo que permanece, se desarrolla y vive es una sola cosa, la libertad. Vivir significa ser un hombre libre. No todo lo real es racional. Todo lo que es inhumano es absurdo e inútil”.

La versión en catalán de este texto se publicó en el suplemento de EL PAÍS ‘Quadern’.

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Sobre la firma

Cristian Segura
Escribe en EL PAÍS desde 2014. Licenciado en Periodismo y diplomado en Filosofía, ha ejercido su profesión desde 1998. Fue corresponsal del diario Avui en Berlín y posteriormente en Pekín. Es autor de tres libros de no ficción y de dos novelas. En 2011 recibió el premio Josep Pla de narrativa.

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