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Buenos Aires no es París

En verdad, la capital argentina no recuerda ninguna ciudad europea, pero se compone de fragmentos tomados de muchas de ellas

Buenos Aires
'Vista desde la oficina', Buenos Aires, 1987. Fotografía expuesta en la muestra 'Facundo de Zuviría. Estampas porteñas', de la Fundación Mapfre de Madrid (hasta el 7 de mayo).Facundo de Zuviría / Colección Nathalie y Nicolas Motelay

De los muchos lugares comunes sobre Buenos Aires, uno fue inexacto y ya nadie lo menciona: que se parecía a París. Desde el último tercio del siglo XIX, se conjugaron modelos de diferente origen europeo. Se trazaron tres grandes avenidas; algunas de ellas recuerdan fuertemente a las de Madrid. Pero los grandes edificios públicos, que configuran verdaderos hitos visuales, no son invariablemente de inspiración francesa: hay fachadas neoclásicas, fachadas italianizantes, fachadas eclécticas con detalles españoles, art déco, incluso expresionistas y modernistas. En los años treinta se construyó el obelisco, hito urbano que en todas las tarjetas postales representa a Buenos Aires. Este es un objeto discretamente modernista, ortogonal, blanco y ajeno a cualquier marca que recuerde los obeliscos triunfales de la capital francesa.

París nunca fue el único modelo europeo de Buenos Aires, aunque la arquitectura beaux arts dio el tono de las grandes mansiones de la élite construidas en los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX. Varias ideas de ciudad, entre ellas la de la metrópolis americana por excelencia, Nueva York, proporcionaron imágenes para pensar a la ciudad del Río de la Plata. A medida que avanza la modernización, la comparación con Nueva York se vuelve una perspectiva influyente. Hay un imaginario americano popular debajo del imaginario europeo. Pero tanto Nueva York como París son, fundamentalmente, mitos urbanos, mitos en el sentido en que Sorel usaba esa palabra, es decir, “sistemas de imágenes” más que guías constructivas precisas.

Le Corbusier subrayó como peculiar de Buenos Aires las casitas edificadas por artesanos italianos, casitas blancas y sencillas, que podían reconducirse a formas geométricas elementales. También señaló que, a diferencia de las ciudades europeas que están atravesadas por su río emblemático (Roma, Londres, Florencia, París, Budapest, etcétera), Buenos Aires se había edificado de modo que, ya hacia fines de la década de 1920, la llegada al río era casi imposible, porque la separaban cientos de metros con árboles y montes.

En verdad, Buenos Aires no recuerda ninguna ciudad europea, pero se compone de fragmentos tomados de muchas de ellas. Abundan, en los barrios más ricos, los petit-hôtels a la francesa, con sus techos de pizarra, pero ellos no dan el tono a la ciudad, más de lo que lo da la italianizada casa de Gobierno, el ecléctico teatro Colón o el Congreso. Prevalece la imagen del disciplinado estilo moderno de su primer rascacielos o los rasgos ingleses de sus estaciones de trenes. El zoológico de Buenos Aires es una miniatura que evoca la mezcla estilística de la ciudad que lo alberga. Tiene pabellones normandos, pagodas, serpentarios que citan la arquitectura industrial o las exposiciones universales.

Le Corbusier subrayó como peculiar de Buenos Aires las casitas edificadas por artesanos italianos, que podían reconducirse a formas geométricas elementales

La comparación de Buenos Aires con París (que, por otra parte, no se le ocurrió a ningún francés et pour cause) es una imagen del deseo. Resultó del voluntarismo político y cultural de las élites que proyectaron la ciudad moderna desde 1880. Probablemente si se hubiera interrogado a esos hombres, hubieran dicho que París era la ciudad que más admiraban. Pero esas adhesiones casi inevitables, porque París era entonces la ciudad que el mundo entero admiraba más, se toparon con límites materiales y surgieron iniciativas que no se reducían simplemente a la copia de un solo modelo, sino a la ideación de una ciudad que funcionara como polo metropolitano, mercantil y moderno.

La Buenos Aires que imaginaron las élites y que, en parte, lograron construir tiene un perfil cuya originalidad está en la combinación de diferentes modelos tecnológicos, urbanísticos y estéticos. Como en la cultura argentina, la originalidad está en los elementos que entran en la mezcla, atrapados, transformados y deformados por un gigantesco sistema de traducción. El desencanto de la comparación con Europa fue un obstáculo para reconocer que esa ciudad monótona era técnicamente más europea que muchas de las que se habían visitado en España e Italia.

En efecto, Buenos Aires ya tenía entonces una línea de trenes subterráneos (inaugurada en 1913), un puerto a la orden de día, calles trazadas y afirmadas, parques diseñados por arquitectos paisajistas, grandes edificios públicos, cloacas, teléfonos y electricidad. Lo peculiar, además, era que estos servicios se distribuían de modo relativamente equitativo y alcanzaban a los barrios ricos y los pobres. El trazado de las calles era efectivamente geométrico hasta la exasperación, porque las élites habían decidido conservar el damero colonial y expandirlo, en lugar de optar por trazados urbanos más interesantes, irregulares y pintorescos.

Borges quizás fue el único que percibió en las calles que se extendían geométricamente hasta el horizonte el verdadero carácter de la ciudad nueva, aburrida pero racional. Escribe en 1923, en Fervor de Buenos Aires, estas líneas que pertenecen, con exactitud, a su poema ‘Arrabal’: “El arrabal es el reflejo de nuestro tedio. / Mis pasos claudicaron / cuando iban a pisar el horizonte / y quedé entre las casas, / cuadriculadas en manzanas / diferentes e iguales / como si fueran todas ellas / monótonos recuerdos repetidos / de una sola manzana”.

El suburbio, en efecto, repite un trazado geométrico de manzanas cuadradas que son formalmente idénticas a las del centro. Pero, precisamente en esa repetición, en la tediosa semejanza de calles rectas que se cruzan en ángulos de 90 grados, Buenos Aires encuentra una fisonomía.

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