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“Señores, hasta los cojones de todos nosotros”

El ensayo ‘Esto no estaba en mi libro de Historia de la Primera República’, de Javier Santamarta, resume dos años de surrealismo político que provocó que varios municipios españoles se declararan la guerra entre sí

'Alegoría de la Primera República Española' (1873), de Tomás Padró (1840-1877). Colección privada.
'Alegoría de la Primera República Española' (1873), de Tomás Padró (1840-1877). Colección privada.Fine Art Images / Heritage Images / Getty Images
Vicente G. Olaya

“Señores, voy a serles franco, estoy hasta los cojones de todos nosotros”. La conocida frase de Estanislao Figueras, primer presidente del Ejecutivo de la Primera República (11 de febrero de 1873 al 29 de diciembre de 1874), pronunciada poco antes de tomar el tren que le llevaría a su autoexilio francés, es más que probable que sea apócrifa, pero define perfectamente uno de los periodos políticos más convulsos e irracionales de la historia de España. Cientos de muertos, asonadas militares, conspiraciones, revoluciones obreras aplastadas a tiros y cañonazos, sangrientas guerras carlistas, revueltas independentistas en los territorios de ultramar, dimisiones de los más altos representantes de la soberanía popular al poco de ser nombrados, asesinatos, golpes de Estado... Todo ello en menos de dos años en un intento fallido por transformar el desgastado engranaje monárquico en una república moderna ―al estilo de la estadounidense―, sistema que, no obstante, nadie sabía si debía ser federal o unitario. “Habéis escrito esas palabras mágicas de República federal antes de empezar el edificio”, dijo el diputado conservador Francisco Romero Robledo, especializado en comprar voluntades y papeletas por las buenas o por las malas.

Cuenta el divulgador Javier Santamarta en el entretenido Esto no estaba en mi libro de Historia de la Primera República (Almuzara, 2023) que “sería pecar de orgullo intentar sintetizar tanta materia conceptual y tan grandes y numerosos hechos de la Historia en esta obra, que no tiene más aspiración que despertar la curiosidad y las ganas por conocer más sobre lo narrado”. Porque la complejidad de los casi 24 meses de intrigas políticas —dentro y fuera del parlamento, en cuarteles o cafés― resulta difícil de describir con cierto orden y sin que el lector se pierda, puesto que los sucesos se superponen unos a otros a enorme velocidad. Además, los protagonistas pasan, cual ópera bufa, de uno a otro bando ―de monárquicos a republicanos federales o unitarios, de amadeístas a isabelinos o alfonsinos, de liberales a conservadores, de golpistas a demócratas― con tanta rapidez que solo una visión cenital permite una visión del enmarañado conjunto político.

Todo ello, enmarcado en un siglo que comienza con la Constitución de 1812 y que sigue con otras cinco cartas magnas (1812, 1837, 1845, 1869 y 1876), dos cartas otorgadas por los monarcas (1808 y 1834) y dos proyectos constitucionales inconclusos (1856 y 1873). Un maremágnum legislativo y político que terminará generando el caos completo en “municipios autónomos, cantones o Estados soberanos federales” y que facilitará la creación de juntas revolucionarias por toda España en un intento de ordenar el total desconcierto del pueblo. “Dentro de los cuarteles, la tropa llega a insubordinarse gritando ‘¡que bailen!’ a los mandos, llegándose a producir incluso asesinatos. El orden público es todo menos orden, con destrucciones y quema de conventos”. Para hacerse una idea del desgobierno generalizado hasta el esperpento, nada impidió al municipio sevillano de Dos Hermanas crear una junta revolucionaria, “la cual en atención a haberse proclamado la República federal, abolió para siempre en aquella villa el Concilio de Trento”, dejó escrito el estupefacto secretario general del Ministerio del Estado, Miguel Morayta.

La República Española entre la Federal (representada por José María
de Orense) y la Unitaria (representada por Emilio Castelar).
La República Española entre la Federal (representada por José María de Orense) y la Unitaria (representada por Emilio Castelar).

El 12 de julio de 1873 estalló, además, la crisis de los cantones, que se inició en la Región de Murcia y se contagió pronto por Levante y Andalucía, así como por municipios castellanos y leoneses como Camuñas, Béjar, Ávila, Salamanca o Toro. “Sevilla se separó de Madrid como poder central del Estado, ¡pero es que Utrera se separó de Sevilla! El constituido como Cantón Andaluz de Sevilla estuvo secundado por ciudades como Málaga y Cádiz, que también proclamaron sus cantones dentro de una confederación de Andalucía La Baja”. Había otra Alta.

“Y comienzan a emitir moneda”, recuerda el autor, “como hace Motril. Mientras que Granada y Jaén, por un tema de fronteras, se declararán la guerra. Guerra que, oficialmente, aún no ha acabado, parece ser. Y eso que hasta se llegó a pedir el armisticio en la plataforma Change.org. Petición que alcanzó la exitosa cifra de 64 firmas”, escribe Santamarta.

Dibujo de la apertura de las cortes constituyentes el día 11 de febrero de 1869, publicado en 'El Museo Universal'.
Dibujo de la apertura de las cortes constituyentes el día 11 de febrero de 1869, publicado en 'El Museo Universal'.

Y continúa: El caso es que con este panorama, el presidente federalista Pi i Margall se ve absolutamente incapaz de abordar esta eclosión federal sin aplicar la necesaria fuerza, pese a que las Cortes le concedieron ‘las medidas extraordinarias’ que necesitara, dimitiendo el 18 de julio. Dos meses había durado en su cargo. Nicolás Salmerón se hace con el poder ejecutivo y hace lo que puede hacer: el uso del monopolio de la violencia”.

Cartagena, ciudad con una gran base naval, proclama el Cantón Murciano. “Cuando la armada murciana pone proa hacia Alicante, lo hace poniendo rumbo según ellos mismos dicen, hacia ‘una nación extrajera’. Pero dos buques, el Numancia y el Méndez Núñez acabarán encallando cuando se hacen a la mar por la impericia de una marinería falta de oficiales. Los barcos [los restantes que no se han hundido o encallado] enarbolan las banderas rojas cantonales (junto con la rojigualda habitualmente), e incluso uno de ellos llega a izar la negra. El presidente del Ejecutivo, Nicolás Salmerón, firma el 21 de julio un decreto por el que considera esos barcos piratas; permitiendo la caza de estos por parte de quienes se toparan con ellos. Como el del apresamiento del vapor Vigilante por la fragata alemana Friedrich Karl cuando navegaba de vuelta desde Torrevieja, que había decidido desligarse de Alicante y unirse al cantón murciano, que llega a plantearse por este hecho declarar la guerra a Prusia”.

Izado de la bandera cantonal en Cartagena, publicado en 'La Ilustración Ibérica'.
Izado de la bandera cantonal en Cartagena, publicado en 'La Ilustración Ibérica'.

“El diputado José Prefumo es el que tomará la palabra en el Congreso el 14 de abril para contestar al presidente Pi y Margall, y referirle que el capitán general del departamento [de Cartagena], el contralmirante José Dueñas Sanguineto, había enviado un telegrama al ministro de Marina entonces, el contralmirante Jacobo Oreiro Villavicencio, en el que se indicaba que a las seis o siete de la mañana el castillo de Galeras ha enarbolado bandera turca”.

Prefumo, en su intervención parlamentaria, explicó que los insurrectos habían buscado una bandera roja por la ciudad, pero como no la encontraron, buscaron en la fortificación, que además era torre vigía y contaba con todo tipo de enseñas. “No encontrando otra bandera roja que la turca con la media luna en el centro, esta fue la enarbolada”. Quedaba el problema de tapar de alguna manera el escudo otomano, pero eso lo solucionaron, según algunos, con pintura, y otros, más épicos, con la sangre de un insurrecto. Santamarta relata con sorna que esto último sería imposible, ya que se necesitarían unos dos litros de sangre para lograrlo y el donante habría muerto. Estos hechos ha sido recogido por diversos autores, incluso por Menéndez Pidal: “Los insurrectos de Cartagena enarbolaban bandera turca y comenzaban a ejercer la piratería por los puertos indefensos del Mediterráneo”.

Portada de 'Esto no estaba en mi libro de Historia de la Primera República', de Javier Santamarta.
Portada de 'Esto no estaba en mi libro de Historia de la Primera República', de Javier Santamarta.

Finalmente todo acabará el 3 de enero con la entrada en el Congreso del capitán general de Madrid, el gaditano Manuel Pavía y Alburquerque, eso sí, sin caballo, poco antes de que el presidente Emilio Castelar, según las actas del Congreso, gritase: “Señor presidente [del Congreso], yo estoy en mi puesto y nadie me arrancará de él. Yo declaro que me quedo aquí y que aquí moriré”. Pero no fue así, todos abandonaron sus escaños al entrar la Guardia Civil. Como recordaría un tiempo más tarde el diputado canario Nicolás Estévanez, “todos nos portamos como unos indecentes”.

Un patético punto final de una república, que el segundo presidente del Ejecutivo, Francisco Pi i Margall, definió como una “república federal, una república sinalagmática conmutada con la eminencia de la Justicia en la humanidad y el puro motivo de su naturaleza es Dios y hasta encuentra la síntesis fundamental del yo”. Una frase a la altura de un esperpento político que Santamarta dibuja con humor en las páginas de su ensayo.

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Sobre la firma

Vicente G. Olaya
Redactor de EL PAÍS especializado en Arqueología, Patrimonio Cultural e Historia. Ha desarrollado su carrera profesional en Antena 3, RNE, Cadena SER, Onda Madrid y EL PAÍS. Es licenciado en Periodismo por la Universidad CEU-San Pablo.

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