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TRONO DE JUEGOS
Columna
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La alquimia que convierte al videojuego en una experiencia única

Los desarrolladores van afinando su arte, perfeccionando formas de jugar concretas y haciendo crecer la ambición de las obras

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Jorge Morla

Hace un par de años, Marc Bassets entrevistaba en este periódico a la estupenda escritora Marie-Hélène Lafon, quien, cuando se le preguntaba por sus referentes, daba una respuesta extremadamente concisa: “Un corazón simple, el cuento de 30 páginas de Flaubert, me basta. ¿Para qué añadir más?”. Para la escritora francesa, ese cuentito contenía el universo. El premio Nobel Mario Vargas Llosa comparte ascendente creativo: no pierde ocasión de repetir que leyendo a Flaubert es como descubrió el tipo de escritor que quería ser.

El arte es un miasma complejo, que afecta a los creadores de manera desigual. Determinadas obras marcan profundamente a ciertos artistas, que desarrollan su labor siguiendo una senda concreta. Vargas Llosa encontró su camino intentando escribir Madame Bovary de la misma manera que Quentin Tarantino encontró el suyo bebiendo del cine pulp y el spaghetti western o Antonio López rindiendo sus pinceles al hiperrealismo. De la misma manera, existen músicos especializados en la electrónica o el dodecafonismo, autores de cómic especializados en la autoficción y fotógrafos centrados en trabajar solo con blanco y negro.

La pregunta, pues, está clara. ¿Por qué iba a ser distinto en un videojuego? Cuando decimos que estamos asistiendo a la cristalización del videojuego como arte, nos referimos precisamente a esto. A que hay artistas detrás de ellos, gente con una voluntad de trascender y con la misión autoimpuesta de transmitir un sentimiento concreto o una concreta visión del mundo. Y que tienen, claro, su propia ascendencia creativa y sus propios referentes que les han marcado.

Un combate de 'Chained Echoes'.
Un combate de 'Chained Echoes'.

Chained Echoes llegó al mercado el pasado diciembre. Se trata de un RPG en dos dimensiones que recupera las esencias del juego de rol clásico de los noventa. Se ha alzado con un extraordinario 92 en el agregador de notas Metacritic, lo que culmina el trabajo de su desarrollador, Matthias Linda, quien ha dedicado 7 años de su vida a sacar el proyecto adelante y que pudo concluirlo tras completar un Kickstarter en 2019. Cuando se habla del juego se saca siempre a colación una frase de Linda que, no por repetida, deja de explicar el meollo del asunto: el juego, dice, no quiere revivir la experiencia de jugar a un J-RPG clásico, sino recrear las sensaciones que él recuerda que esos juegos le hicieron sentir cuando era joven y los jugaba. Es decir, no quería hacer un nuevo Chrono Trigger, un nuevo Terranigma o un nuevo Final Fantasy VI, sino que encapsular el mejor sabor de boca que esos juegos dejaron en quienes los disfrutamos en su día. Y lo consigue. Vaya si lo consigue. Chained Echoes afina todas y cada una de las mecánicas de aquellos juegos y los despoja de paja innecesaria que, con el paso de los años, se ha visto que no enriquecían sino entorpecían la experiencia de juego. Lo que ha conseguido es un destilado de aquello; un refinamiento alquímico que captura todas aquellas esencias de lo que significaba un videojuego en aquellos años.

Y lo ha conseguido él solo. Porque además de pertenecer a la ya exclusiva categoría de los buenos juegos, Chained Echoes (que dura unas 40 horas) pertenece a otra categoría especial que merece una columna propia: la de los juegos que han sido hechos por una sola persona, un grupo al que pertenecen obras magníficas como Minecraft, Stardew Valley, Downwell, Papers, please, Undertale, Fez o Gorogoa. Algunos de estos juegos han precisado de ayuda puntual para un aspecto concreto, por ejemplo, el musical, o han crecido (como Minecraft) a una escala cósmica que precisa de un inmenso equipo detrás, pero en origen son proyectos levantados con la sangre, el sudor y las lágrimas de un solo diseñador. También se puede decir: con la sangre, el sudor y las lágrimas de un solo artista.

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Sobre la firma

Jorge Morla
Jorge Morla es redactor de EL PAÍS. Desde 2014 ha pasado por Babelia, Cierre o Internacional, y colabora en diferentes suplementos. Desde 2016 se ocupa también de la información sobre videojuegos, y ejerce de divulgador cultural en charlas y exposiciones. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense y Máster de Periodismo de EL PAÍS.

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