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TRIBUNA LIBRE
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Jinetes húngaros y criollos

Como muchos otros, Lajos llegó a Buenos Aires en un barco que lo trajo desde Bremen. Creía que iba a Estados Unidos

Una mujer montada a caballo, en la región de Córdoba (Argentina) en 2007.
Una mujer montada a caballo, en la región de Córdoba (Argentina) en 2007.Andrew Stewart (Alamy)

Me enseñó a andar a caballo un exsoldado del ejército austrohúngaro que había peleado durante la primera guerra. Su nombre era Lajos y váyase a saber cuál era su nacionalidad. En 1914, integrar el ejército austrohúngaro no aseguraba nacionalidad, sino haber nacido en una vasta área partida en pedazos que, durante décadas, fueron variando en extensión y soberanía. Bastaba ser un campesino para convertirse en recluta. Terminada la guerra, Lajos emigró, porque ya nada quedaba de su aldea ni de su familia.

Mucho tiempo después, consulté archivos argentinos y, en los registros de llegada al puerto, lo encontré a Lajos, sin nacionalidad, pero con su apellido: Kovacic. Como muchos otros, llegó en un barco que lo trajo desde Bremen. Lajos estaba convencido de que embarcaba rumbo a Estados Unidos, pero no fue esa su travesía. Probaba su certeza de que emigraba hacia América del Norte un librito de vocabulario inglés, que todavía conservaba como recuerdo de un malentendido que lo hizo desembarcar en el puerto de Buenos Aires. De allí partió hacia una provincia del centro del país, en un largo trayecto que compartió con otros inmigrantes despistados de la ruta que les habían prometido. Finalmente, llegó en carro a un remoto pueblo de Córdoba. Allí mismo compró un caballo tobiano que yo llegué a conocer. El Tubi, como lo llamaba, era de gran alzada y ancho de pecho, bueno para el carro más que para ser montado.

Dos décadas después de su llegada, Lajos se había convertido en casero de la finca serrana donde vivía con Maria, su mujer, que se identificaba como checa. Escribo Maria sin tilde porque así lo pronunciaban ella y su marido. Doña Maria tenía una habilidad, inédita en esos campos, para hacer arrollados de manzana y bizcochuelos. Su comida, en cambio, no se adaptaba a nuestros gustos, ya que nada sabíamos de pequeños gnocchi con salsa de tomate dulce. Para nosotros, toda comida salada debía tener por lo menos algo de picante. Comíamos esos gnocchi con desconfianza, mitigada por la fe que teníamos en los postres que luego nos servían.

La húngara o checa nos seducía con esos postres, que borraban sus respuestas duras y lo que los criollos de la casa consideraban malos modales, que hoy me explico por el muy básico español que ella hablaba

La húngara o checa nos seducía con esos postres, que borraban sus respuestas duras y lo que los criollos de la casa consideraban malos modales, que hoy me explico por el muy básico español que ella hablaba y el poco esfuerzo que hacíamos nosotros para que nos entendiera.

La recuerdo a doña Maria como una rubia de cabello decididamente lacio que anudaba en un pequeño rodete, generalmente desprolijo por las carreras del gallinero a la cocina, de la cocina a la leñera y de allí al corral de las cabras. El llamado húngaro, su marido, me había informado que Quichi, mi sobrenombre, en su lengua, quería decir señorita, casualidad que le parecía auspiciosa en las relaciones estrechas que el húngaro y yo manteníamos desde mi primera infancia. Íbamos en su carro al pueblo, con una larga lista de provisiones que debíamos comprar en el almacén de ramos generales. Por el camino, nos deteníamos un rato para comer un pan de grasa que el húngaro acompañaba con fernet y yo con naranja Saldán, la marca de la gaseosa cordobesa.

Lajos corrigió mi manera de montar, que, hasta recibir sus lecciones, era cómodamente criolla, sobre apero ancho de cuero de oveja. Le pidió a mi padre que comprara en el pueblo una montura de las que se llaman inglesas y así pasé de la blanda comodidad del apero criollo a la dureza de esa montura que, a diferencia de la criolla, no se ajustaba en la panza, sino en el lugar donde las patas delanteras se adhieren al cuerpo del caballo, que no había sido entrenado para ese tipo de recado y, por lo tanto, corcoveaba hasta que el húngaro, con certeros golpes de rebenque, hizo que se acostumbrara. Exactamente, lo que hoy se llamaría una fusión de culturas y entonces se consideraron berretines del exsoldado extranjero, compensados por la repostería de su esposa, que se las arreglaba con un hornito de hierro alimentado por fuego de algarrobo.

Con el húngaro debí aprender a cuidar mi caballo, ya que le parecía pura desidia criolla que yo llegara de vuelta de algún paseo y no le sacara el bozal, le diera agua y lo dejara pastando en el potrero cercano. Tuve que aprender a rasquetearlo, a llevarlo al arroyo y, recién después de esos rituales higiénicos, abandonarlo hasta la siguiente salida. El húngaro desaprobaba que el caballo llegara transpirado y sucio de mis recorridos por la sierra. Estaba convencido de que sabía más de animales que los criollos de quienes yo heredaba mis tratos descuidados.

El húngaro, según decían en mi familia, montaba como un cosaco. Por supuesto, nunca habían visto un cosaco, pero era la palabra que se les ocurría para diferenciarlo de la serena languidez de los criollos, o de la severidad muy masculina de los cowboys en las pelícu­las que se proyectaban en el pueblo.

Con Lajos conocí habilidades diferentes a las nuestras. Acá todos teníamos caballo y abundaban las vacas y cabras, algo que no sucedía en la remota aldea donde el húngaro había nacido. Allá, poseer un caballo era una marca de clase y solo eran buenos jinetes los pobres que habían servido en la caballería. Aquí era algo que todos dábamos por descontado, y hasta el ciego del pueblo pedía limosna montado en un tordillo.

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