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Colombia
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Luchar a morir… y también a matar

En Colombia se ama a tope, se ríe hasta el fin, se rumbea hasta desfallecer, se goza, se vibra, se deja todo en cada jornada, y se lucha por la vida a morir… pero también a matar

Vista de la Plaza de Bolívar en Bogotá, Colombia.
Vista de la Plaza de Bolívar en Bogotá, Colombia.NATHALIA ANGARITA
Melba Escobar

Soy colombiana y ahora que llevo un tiempo viviendo en España veo cuánto tenemos de la madre patria. Si nuestra burocracia es una pesadilla, pues hay que lidiar con la de aquí para comprobar de dónde venimos. Pero, así como compartimos lengua y religión, manías y locuras, si es que no viene a ser lo mismo, también hay rasgos en los que somos notablemente diferentes.

Una de mis hermanas tiene una debilidad por los temas lingüísticos y es exquisitamente rigurosa. En una ocasión llamó a un hotel en Madrid y le dijo a la recepcionista: “Quiero dejarle una razón a alguien”. La respuesta de la mujer fue: “¿Razón? ¿Pero qué dice? Es que si no habla correctamente…”. Mi hermana, con su complejo de María Moliner, se fue al diccionario, buscó la parte donde pone: “Razón: sinónimo de mensaje”, lo escaneó y se lo envió a la recepcionista.

Es cierto que, a ratos, los sudacas sentimos aquí una cierta condescendencia con nuestro modo de hablar. Como si el español correcto fuese siempre el de la Península Ibérica, no el de los demás, aun cuando los demás sumemos más de quinientos millones de hispanoparlantes en el mundo.

Haber crecido en Colombia, con una madre española y un padre colombiano, hacía que a menudo estas tensiones se sintieran en la mesa del desayuno. Mamá tenía una manera de hablar tan clara, directa y sin florituras, que en Colombia, país donde vivió desde que tenía veintisiete años, a menudo la gente le temía. Hoy en día soy yo quien está viviendo en España. Mamá ha muerto y, si bien la extraño con locura, puedo verla a menudo. La veo, por ejemplo, en la señora que discute con el tendero porque los higos no están buenos. En la política cantándole la tabla a su opositor. En la jefe que, al segundo día de trabajo, le explica al nuevo que “lo está haciendo todo mal”.

Así como en la pomposidad burocrática, kafkiana, veo lo mucho que nos parecemos, al percibir la forma franca y directa con que a menudo expresan su desacuerdo de este lado del mundo siento envidia de la mala. Porque en Colombia (y me atrevo a creer que en otros países andinos, así como centroamericanos) la expresión de desacuerdo suele interpretarse como una forma de agresión.

Por cuenta de ese rasgo de mamá, tan contrario a la norma social en mi país, pasé muchas vergüenzas. Si algo no le gustaba lo decía sin chistar. Daba igual la situación o el contexto. En Colombia, en cambio, somos genuinamente amables, sin duda, pero aparte de eso entendemos el disentir como una suerte de afrenta. Es por eso que siempre decimos que sí a todo. O casi.

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Sin embargo, y quizá por esto mismo, a menudo las tensiones del día a día se temen como minas a punto de estallar. Cuando leo en las noticias que un hombre fue apuñalado por otro al pedirle que pagara el pasaje de bus, pienso en esa dificultad, tan frecuente en nuestra sociedad, para resolver las tensiones sin llegar a las manos o, incluso, pasar a dejar sangre derramada.

Si bien somos un pueblo recio, obstinado en la alegría de manera revolucionaria y feroz, a menudo entendemos la confrontación como una forma de violencia. Aún recuerdo la tarde en Bogotá en que me enfrenté con el conductor de una camioneta blindada y de vidrios oscuros por estar estacionado en zona de discapacitados. Mi esposo me dijo: “Tienes que dejar de hacer eso. Por andar pidiéndole cuentas a cualquiera en la calle, un día te pueden meter un tiro en la cabeza”.

Acordarme de esto me lleva a preguntarme si esa incapacidad de disentir razonablemente, sin ofuscarnos, agredirnos o tomar represalias, estará en la semilla de la historia de un país escrita con sangre. En Colombia se ama a tope, se ríe hasta el fin, se rumbea hasta desfallecer, se goza, se vibra, se deja todo en cada jornada, y se lucha por la vida a morir… pero también a matar.

Más allá de la política, de los partidos, de las bandas o guerrillas, de los que están en contra o a favor, me pregunto si lo que necesitamos como cambio estructural es aprender a disentir pacíficamente. ¿Será esta respuesta a la confrontación el acto reflejo de personas traumatizadas por un conflicto interminable? Quién creería, al ver en las calles de Barcelona a la mujer que le reclama con furia al coche que se le atravesó, que algo así de sencillo podría costarnos la vida al otro lado del Atlántico.

@melbaes

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