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GUSTAVO PETRO
Columna
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100 días de Petro: el regreso de la utopía

Es un presidente atípico que no encaja en ningún molde y que le ha quitado a la política una pesada carga ideológica

El presidente de Colombia, Gustavo Petro
Gustavo Petro juró en agosto como el primer presidente de izquierda de Colombia, con planes de reformas profundas en un país acosado por la desigualdad económica y la violencia del narcotráfico.JUAN BARRETO (AFP)
María Jimena Duzán

Hace pocos días, el presidente Gustavo Petro, en una reunión privada con su equipo, les jaló las orejas a sus ministros luego de que sus colaboradores le presentaron sus informes sobre los primeros tres meses de gestión. “A mí no me vengan con informes sobre los primeros 100 días, que solo sirven para darle gusto a la agenda mediática, sino con resultados concretos”, les dijo algo molesto. “A mí presénteme en un año sus informes para ver en cuanto se ha reducido la pobreza, cuánto se ha aumentado la cobertura en las universidades públicas y si se ha reducido el hambre”, les advirtió.

Desconcertados, los ministros y sus equipos archivaron sus informes y entendieron el mensaje: en este Gobierno no se puede perder el tiempo en pendejadas, ni en ponerle atención a la inmediatez: hay que concentrarse en lograr cambiar los indicadores sociales para el próximo año.

Así se mueve por los pasillos del poder el primer gobierno de izquierda que tiene Colombia desde que Bolívar nos liberó: como un acontecimiento disruptivo que desconcierta y que desordena todos los tableros.

Petro es un presidente atípico, al que poco le importa la inmediatez, que concibe el poder y la política de una manera muy diferente a la de sus antecesores y que no encaja en ningún molde. No forma parte de la política tradicional a pesar de que ya lleva 40 años recorriendo sus pasillos. Tampoco es un político con una alta carga ideológica, así sea de izquierda. Su gabinete no es precisamente el de un político sectario, ni de un devoto del adoctrinamiento, como sí lo fue Uribe y su uribismo. Petro le ha abierto la puerta a los conservadores, que siempre se las ingenian para no salir del poder; con el nombramiento de Alejandro Gaviria como ministro de educación, le dio cabida al centro a pesar de que se quedó sin swing y reconocidos tránsfugas del partido de la U, que fue en su momento el partido de Uribe, son hoy sus más eficaces alfiles, como Roy Barreras y Armando Benedetti.

Se ha cuidado de resarcir a la izquierda, rescató del ostracismo a muchos liberales progres que durante los años de Uribe fueron estigmatizados, como la ministra de Agricultura Cecilia López y como su ministro estrella José Antonio Ocampo y nombró en puestos de poder que antes eran para empresarios, barones electorales o delfines, a activistas, líderes indígenas y afros.

Quienes pronosticaron que Petro iba a llegar a expropiar se quedaron ensayados. A las primeras de cambio hizo un acuerdo con José Félix Lauforie, el presidente del gremio de los ganaderos, un poderoso sector económico que siempre ha comulgado con el credo uribista, para comprarles a ellos las tierras que se necesitan en la reforma agraria. Hasta Uribe, su némesis, ha sido invitado a Palacio por Gustavo Petro, un gesto que ha desconcertado a la oposición y al petrismo recalcitrante.

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Con Petro muchas cosas están ocurriendo por primera vez en Colombia. Por ejemplo, hace más de 50 años que el país no elegía a un presidente con mandato para impulsar un cambio de fondo. Desde que Uribe llegó al poder en 2002 hasta el 2018, los presidentes han sido elegidos para cumplir otro mandato, el de hacer la guerra y defender la democracia de los enemigos internos que la acechan. Uribe forjó una derecha dogmática que supo conquistar el alma del país porque interpretó el sentimiento de orfandad que sentían los colombianos a comienzos del dos mil. Se presentó como el salvador de una nación que se sentía que iba camino al abismo y muchos colombianos cayeron bajo su embrujo. Sin embargo, su dogma se volvió religión y en su nombre se cometieron excesos imperdonables. Desaparecieron los matices, los grises, las complejidades y nos convertimos en una caricatura previsible. Palabras como orden y seguridad se tenían que escribir en letra grande, al conflicto se le tenía que llamar “guerra”, a los desplazados, “migrantes” y se le cerró el campo a la inclusión y a las batallas sociales. Durante esos años la sola palabra cambio causaba escozor y temas como la reforma agraria fueron sepultados por temor a que la mano negra de la extrema derecha saliera de su escondite y se hiciera sentir.

En el segundo periodo de Juan Manuel. Santos se intentó cambiar de rumbo, pero no se pudo romper el hechizo. Tras una reelección que casi no gana, Santos cambia de partitura y firma la paz con la guerrilla de las Farc, un acto de “traición” que muchos le agradecemos y que la derecha nunca le perdonó. Sin embargo, para el 2018, la política había vuelto a ser la misma de siempre; Uribe puso a su pupilo Iván Duque en la presidencia con la misión de que enderezara el país y lo enrutara por su senda ideológica, pero Duque no logró ni eso.

En los tres meses que lleva en el poder, el presidente Petro ha conseguido un logró importante: le ha quitado a la política esa pesada carga ideológica y la ha reemplazado por la utopía. A unos les parecerá que eso es un sacrilegio, a otros nos da un gran alivio.

La ideología se inspira en el pasado para darle forma a su dogma y preservar el statu quo mientras que la Utopía habla del futuro en armonía, del deber ser de las cosas y de la ilusión. La utopía busca mejorar la realidad para hacerla más justa, más digna, mientras que la ideología pretende maquillarla. Que la política deje de ser fuente de estigmas, de odio y de falsas conspiraciones y le abra paso a la ilusión es un avance considerable para una democracia tan vejada como la colombiana.

Para transformar un país no basta con haber rescatado la utopía. Se necesitan resultados que cambien los indicativos de la pobreza. Petro lo sabe y por eso el regaño a sus ministros. No los envidio.

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